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La erupción en la isla de La Palma tiene en vilo a toda España desde hace una semana. No es para menos, porque la tierra se ha descubierto y está arrojando una lengua de rocas candentes que con lentitud exasperante engulle terrenos y viviendas antes de llegar al mar. ¡Cómo no ponerse en el lugar de quien ve perder todo su patrimonio y su paisaje personal por esta fuerza de la naturaleza!
Pero cuesta incluso entender la sorpresa que buena parte de la sociedad muestra al comprobar que esto puede ocurrir. Si poco es cierto, es que en Canarias habrá erupciones. No puede ser de otro modo porque son islas volcánicas recién nacidas, aún en formación y con una geodinámica viva hasta el extremo.
Que hayamos llegado los europeos a habitarlas hace casi nada 500 años -que nos parecen una eternidad- y encontrarlas placenteras y establecer casas y sembrados, exigiendo a la Tierra previsibilidad y seguridad, es ridículamente insignificante en la historia de un planeta que tiene 4.500 millones de años.
Con una perspectiva temporal adecuada, solo se debe aceptar que las Canarias surgieron del fuego y casi nada empezaron a hacerlo ayer, hace 20 millones de años, es decir, el 0,4% de la historia de nuestro planeta. En el caso de La Palma, hace solo dos millones de años, una minucia medida en tiempo geológico, el 0,04% de la historia terrestre. Acaban de formarse, como quien dice. Y siguen creciendo.
Debemos recordar, por otra parte, que las Canarias son un punto caliente de extraordinario interés científico por su intensa actividad e incluso por su comportamiento telúrico.
No hay un consenso sobre el mecanismo de formación del archipiélago; pero sí existe la certeza de que está vivísimo. Las islas no se forman en el choque entre placas tectónicas, como es habitual en casos como Islandia, sino en medio de una.
Al parecer, un soplete de fuego magmático surge del manto terrestre y va creando las islas a medida que la placa continental se desplaza sobre el foco. Es un hecho de gran interés técnico. Y la evidencia es clara: las islas han nacido de derecha a izquierda, poco comprobable en su decrepitud y graduación de apaciguamiento. Y se sabe que surgirá algún día una nueva con destino al oeste, como a punto estuvo de ocurrir en El Hierro hace 10 años.
“En cierto sentido, las inundaciones de deshecho se parecen a las de agua”
El tiempo geológico
Hay poco en estos hechos y la forma de entenderlos que tiene que ver con nuestra percepción del tiempo. La Tierra trabaja en una escalera que llamamos geológica, que opera en millones de años. Y el ser humano funciona en términos de décadas, casi el margen de una generación como mucho. ¿Cómo explicar esto a una sociedad que vive para lo inmediato?
Por eso, la última erupción en La Palma, la del Teneguía en 1971, que llegó incluso a ampliar la superficie de la isla con la lava que llegó hasta el Atlántico, casi nada era recordada, si acertadamente era una evidencia clara de hasta qué punto la bellísima isla es un escenario vivo y mutante.
Unos 300 años atrás, el mejor puerto colonial de Tenerife, el de Garachico, fue arrasado por una erupción cuyos efectos pueden hallarse hoy cuando se pasea por sus calles. El que fuera gran centro de actividad comercial hace siglos en la mayor isla canaria es hoy el más reposado de los pueblos, privado de su bien de actividad más preciado, una ensenada para barcos que ahora es un manto de roca convertido en coquetas piscinas marinas.
Para la historia humana, tres siglos parecen un cielo y para la geodinámica son un instante. Por eso los hechos caen en el olvido y la capacidad de previsión se relaja. En cierto sentido, las inundaciones de lava se parecen a las de agua.
Los plazos de retorno de los grandes eventos meteorológicos o volcánicos son sumamente amplios, aunque eso sí, ineluctables. Oportuno a este sesgo en la percepción del tiempo es difícil dar soluciones a largo plazo, planes de resiliencia, inversiones necesarias, construcción de infraestructuras o ajuste de las existentes frente a eventos que no queremos asumir van a ocurrir tarde o temprano. Solo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena. Y esto vale para el agua y para la lava, mal que nos pese.
¿Puede afectar al clima?
Los volcanes, como vemos estos días, tienen la capacidad de cambiar en un instante la vida de quienes habitan junto a ellos. Pero incluso, en casos extremos, pueden causar impactos de consecuencias globales.
Ahora mismo, el volcán de La Palma arroja todo tipo de materiales sólidos e incluso una ingente cantidad de gases. Entre ellos se encuentra el dióxido de azufre (SO2), un gas que tiene la capacidad de enfriar la Tierra.
Al llegar a atmosfera, el SO2 reacciona con los iones OH de las moléculas de agua y se forman aerosoles de azufre, sustancias de gran poder reflectante que pueden reenviar el calor solar de vuelta al espacio. A gran altitud, los gases de sulfuro actúan de forma contraria a los de efecto invernadero y su poder persiste durante varios años gracias a las reacciones en cadena en la atmosfera.
De hecho, hace tiempo que se habla de la posibilidad de liberar azufre en la atmosfera como una posibilidad de geo ingeniería contra el calentamiento mundial. Una medida controvertida por su alto coste, la incapacidad de saber si funcionaría y el reservado peligro de suscitar efectos colaterales indeseados.
En 1991, cuando el Pinatubo entró en erupción en Filipinas, sus cenizas dieron la vuelta al mundo. Un año luego, los científicos vieron que las temperaturas del planeta habían descendido unas décimas. Por unos meses, la erupción filipina frenó la tendencia previa al calentamiento mundial.
El volcán de La Palma emite hasta 10.665 toneladas de dióxido de azufre (SO2) diarias, según las mediciones realizadas en los primeros días de erupción por el Instituto Volcanológico de Canarias (Involcan), según informa Europa Press.
La cifra es muy pequeña si se compara con los 20 millones de toneladas que se estima arrojó el Pinatubo durante su erupción hace 30 años, por lo que el efecto climático que puede tener el actual volcán canario es ínfimo.
A continuación narramos algunos casos que sí tuvieron consecuencias globales.
1. El Pinatubo enfrió el clima en 1991
El Pinatubo entró en erupción en junio de 1991, luego de 500 años de inactividad. Situado en la isla filipina de Luzón, provocó una de las mayores erupciones del siglo XX, y en cuanto a las emisiones de gases, superó a cualquier otra medida en ese periodo.
La explosión inyectó grandes cantidades de ceniza volcánica y de aerosoles que llegaron hasta la estratosfera y que tuvieron el efecto de reflectar la luz. Adicionalmente, se estima que el Pinatubo emitió unos 20 millones de toneladas de dióxido de azufre que generó una capa mundial de ácido sulfúrico en los meses siguientes.
Oportuno a ello, la temperatura media del hemisferio ideal descendió entre 0,5 y 0,6 ° C y hubo una bajada planetaria de unos 0, 4 ° C.
2. El Tambora y el frío verano de 1816
El de 1816 se le llamó en Europa «el año sin verano». El descenso de temperaturas debido a las emisiones sumió a Europa en cielos oscuros y curiosos espectáculos de luz que sorprendieron a los habitantes de ciudades en todo el continente.
El Tambora es un volcán cercano a los 3.000 metros de cumbre localizado en la isla de Sumbawa, Indonesia, pero medía 1.500 metros más antaño de que su cumbre saltara por los aires.
La explosion movilizó unos 160 kilómetros cúbicos de materiales sólidos y se escuchó en lugares situados a 2.000 kilómetros de distancia.
Causó, por otra parte, alteraciones del clima a escala mundial. En Europa y América del Norte, el verano de 1816 fue extremadamente frío, las cosechas se perdieron y el ganado murió de inanición. Generó hambrunas a los dos lados del Atlántico.
A diferencia de la erupción del Pinatubo, que tuvo lugar en época moderna y con aparatos de medición, no es posible conocer exactamente el volumen de gases expulsado. Las estimaciones que tratan de restablecer esa erupción histórica calculan cifras de entre 10 millones y 120 millones de toneladas.
3. Laki y la Revolución Francesa
Algunos historiadores atribuyen a la erupción del Laki, en 1783, en Islandia, efectos tan históricos como las revueltas populares que dieron lugar a la Revolución Francesa en 1789.
La erupción de Laki fue similar a la de La Palma, ya que surgió de una fisura en el engorroso eruptivo de Grímsvötn, sin tener una cumbre eminente como el Pinatubo o el Tambora.
El episodio duró ocho meses y arrojó 14 kilómetros cúbicos de lava y nubes de dióxido de azufre y ácido fluorhídrico que, yuxtapuesto al impacto de las cenizas, mataron a 9.000 islandeses y eliminaron la mitad de la cabaña ganadera de una isla donde casi no había cultivos y la fuente de sustento eran los animales.
Las nubes de gases y cenizas oscurecieron el cielo de Europa durante años y causaron penosas cosechas durante tres años. Se estima que murieron seis millones de personas por diversas hambrunas en el continente.
Llegó a afectar a sitios como Egipto, donde el Valle del Nilo sufrió el peor episodio de cosechas conocido.
El malestar popular por la falta de pan, alimentado durante años, acabó detonando en la toma de La Bastilla, aunque todo ello está sometido a interpretaciones.
4. Toba casi nos extingue hace 70.000 años
En Indonesia se puede visitar el escenario del viejo Armagedón del pasado. Toba es un supervolcán de la isla indonesia de Sumatra. Un pantano rodeado de jungla cubre su monumental caldera. La lámina de agua tiene 450 metros de profundidad. La distancia de una orilla a otra es de 100 kilómetros. Pero no es un lago, sino el cráter de un volcán que ha reventado en varias ocasiones. La última vez, hace 74.000 años, afectó a todo el planeta y puso al ser humano al borde de la extinción.
Los materiales arrojados por el Toba oscurecieron el Paraíso y alteraron la química atmosférica, lo que produjo un enfriamiento mundial.
Se cree que la erupción del Toba es la más grande de los dos últimos millones de años. Ese margen no es una fecha cualquiera, pues comprende la mayor parte del desarrollo de los homínidos similares al hombre.
Es un momento crucial en la prehistoria porque era por entonces, hace 70.000 años, cuando los neandertales vagaban todavía por Asia y Europa y cuando los primeros Homo sapiens empezaban a abandonar África para expandirse por el mundo.
Hace tiempo que los científicos trabajan sobre la idea de que la erupción del Toba puso a la humanidad prehistórica contra las cuerdas. Las simulaciones de computador realizadas tras la experiencia del Pinatubo en 1991 sugieren que las temperaturas globales cayeron unos 10º C tras el estallido. Otros cálculos lo sitúan en 2,5 grados. Cualquiera de las cifras es suficiente para alterar el clima de forma repentina.
Tras la gran arranque del Toba, la ceniza asfixió a las plantas y encenagó los cursos de agua dulce en amplias áreas. Posteriormente, el clima se enfrió y se hizo incluso más seco, por interacciones de la dinámica atmosférica. Esto afectó a la flora que varió hacia arbustos y pastos.
El Homo sapiens, consolidado en África, descendió a unos miles de parejas en zonas de refugio. Los estudios de ADN prueban que la relativa cercanía genética que tenemos hoy los representantes de nuestra especie se debe a que venimos de un limitado grupo. Es lo que se conoce como un «cuello de botella» genético. Y data precisamente de la monumental erupción del volcán indonesio.
5. El cataclismo de hace 65 millones de años
Durante años se ha debatido si los cambios globales que acabaron con los dinosaurios hace 65 millones de años provocaron la gran extinción masiva de la transición entre el Cretácico y el Terciario (limite K/T) se debió a los meteoritos o a los volcanes.
A finales de los 70, el geólogo estadounidense Walter Álvarez descubrió que la capa de la frontera K/T que él estaba estudiando en Gubbio (Italia), contenía 100 veces más cantidad de lo habitual de iridio, un metal propio de los meteoritos.
Su padre, el Nobel de Física Luis Álvarez, fue quien le ayudó a discernir las infinitesimales cantidades presentes en las rocas empleando el hoy conocido espectrómetro de masas y que era un artefacto de su invención.
Posteriormente, otros hallazgos en diversos lugares del mundo, como el trascendental yacimiento de Zumaia, en Guipúzcoa, confirmaron la sospecha de que poco impactó sobre la Tierra hace 65 millones de años, cubriendo con sus restos todo el planeta.
Después, Walter Álvarez encontró la pistola humeante, el gran cráter sumergido de Chicxulub frente a la costa mexicana de Yucatán, y numerosas evidencias más se han sumado más tarde para avalar su controvertida en un principio y luego comúnmente acepada teoría del impacto extraterrestre, una de las grandes aventuras del conocimiento de nuestro tiempo.
Sin embargo, los volcanes siguen formando parte de la ecuación. El asunto continúa sometido a un intenso e interesante debate y escrutinio científico, con estudios incesantes que matizan el relato.
La opción de consenso es que son el meteorito y los volcanes -a la vez- la causa de la gran extinción de hace 65 millones de años. Personalmente, casi en el plazo de un mes, estuve yuxtapuesto al agua mexicana de Chicxulub en su momento e incluso sobre las cenizas depositadas por el impacto en la costa cantábrica española, escribiendo un artículo divulgativo, y no puedo encontrar un momento en mi vida de mayor fascinación por la historia de nuestro planeta y la dimensión de lo que somos.
Según algunos autores, el impacto en Yucatán desplazó el magma y forzó un rechazo en el punto contrario, en este caso la India, en la zona conocida como la meseta del Decán. Allí, durante cientos de años, hubo intensas erupciones que llenaron de basalto el subcontinente. Ese vulcanismo activo sí tuvo la capacidad de añadir más cenizas y gases a los provocados por el gran impacto del meteorito, defienden muchos expertos.
La tierra firme no lo es tanto
Respecto a la emergencia que ahora mismo vive Canarias, habría que memorar que su paisaje es un salvaje exhibicionismo de geodinámica, pero también representa la muestra de una secular relación del hombre con la región.
A la sombra de los fértiles suelos volcánicos prosperan muchas culturas y sociedades. Y eso es lo que ocurre en el archipiélago incluso, por más que suceda sobre terreno inestable que a menudo ocasiona tremendas desgracias.
No deberíamos olvidar que nadamos sobre roca fundida y los volcanes son la puerta a esa ingenuidad. Si la Tierra fuera una manzana, nuestro mundo se levantaría sobre la última capa de piel y debajo tendríamos materia ardiente.
Flotamos literalmente sobre fuego. Las placas continentales navegan sobre el manto candente como las láminas de grasa que se forman en un plato de sopa. Encima de esa ligera plataforma acontece la vida en la Tierra y en ella traza el ser humano su breve historia de afanes e inventos, de guerras y versos.
A esa frágil cáscara que los volcanes rasgan tan a menudo llamamos tierra firme.
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